En las investigaciones que
he realizado, el arranque de la
civilización, se registró una estrecha relación entre baile y juego como
manifestaciones naturales, ambas de la vitalidad y la expresividad humana. Así,
podrían equipararse el llamado instinto de juego y la espontánea inclinación al
baile. En tal sentido, se ha considerado el baile como manifestación del
excedente de energía del ser humano o como una actividad catártica, de
liberación de impulsos.
El baile presenta la característica exclusiva de ser un arte intangible y fugaz, que se funde en los
cuerpos de quienes la realizan y declina al concluir el movimiento. En
consecuencia, su representación fue incompleta y estática prácticamente a lo
largo de toda la historia hasta que las técnicas cinematográficas permitieron
reproducir la imagen en movimiento.
El estudio de los modos
culturales que manifiestan las tribus primitivas que aún sobreviven, permite
suponer con fundamento que, el baile, entendida como movimiento rítmico del
cuerpo, con acompañamiento sonoro o sin él, comenzó a configurarse en torno al
sonido que producían los pies de los danzantes, quienes, en su expresión
corporal, individual o colectiva, prestaron cada vez mayor atención a lo que
habría de convertirse en la esencia de la danza: el ritmo. El acompañamiento de
gestos y movimientos se vería sucesivamente reforzado por el batir de palmas,
la percusión y, más tarde, la instrumentación.
Por ende, el baile puede ser recreativo, un ritual o artístico y va más allá del propósito funcional de los movimientos
utilizados en el trabajo y los deportes para expresar emociones, estados de
ánimo o ideas. Puede contar una historia, servir a propósitos religiosos,
políticos, económicos o sociales; o puede ser una experiencia agradable y
excitante con un valor meramente estético.
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